Un edificio, es un edificio. Más que eso, o sustancialmente, se trata de una mera organización de bloques y otros materiales.
Estructuras vacías de significado si se les allá en una posición (en el tiempo y el espacio) donde sus vínculos con los creadores, erosionados ya de la historia, no pueden ser reconocidos, ni recuperados.
En este contexto, un edificio es un conjunto de rocas apiladas. La cultura es el conglomerado de todas nuestras acciones y omisiones, que compilado de manera más o menos lógica, más o menos comprensible, nos da una idea de nuestra historia. Nos ayuda a entender lo que somos y porqué.
De nuestro hogar en las cavernas a nuestro hogar en el istmo
Los primeros artistas de nuestra especie fijaron en la roca la memoria perdurable de nuestros años agrestes. Bisontes, venados, osos y hombres. Todos partícipes de un tiempo irrepetible. Miembros fortuitos de una historia a la que aún hoy vemos con sospecha. Nuestros primeros instrumentos, nuestros dioses, nuestras tradiciones orales, todas ellas pobladas de animales. No podríamos comprender este momento sin las pinturas rupestres, sin nuestros alfareros anónimos y sus ídolos tallados en la roca primigenia. Aquí, en nuestro hogar cercado por océanos. En este fino hilo de tierra, que aún siendo minúsculo, soporta cual balanza, la carga y el privilegio, de unir dos continentes.
Aquí, el antiguo hombre ístmico fue todos los hombres que entraron por Bering, la medida de todos los hombres de América. Todas las tribus del norte nos corren a muchos por la sangre, las First Nations, los Mayas, los Aztecas, los Tehuelches. Así, secretamente, al despreciarlos, damos la espalda a todas las civilizaciones grandes y pequeñas, del norte. Una proeza mayor se gestó en el sur, donde puede decirse que todos los pueblos fueron panameños. Por qué de fuimos casa y refugio de estirpes que luego conquistarían los Andes y la Amazonia.
De muchos de nuestros primeros guerreros no sabremos dar razón ya, es tarde. Y es que de los que nombraron esta tierra no se sabe nada. Monedas, estatuas y libros, dedicados a los “descubridores”, a los “ conquistadores”, pero de los verdaderos descubridores y conquistadores del istmo si mucho la fracción más minúscula, un centavo.
Queremos el reconocimiento del mundo, reclamamos un puesto entre las primeras naciones de América, sin embargo nuestras monedas son extranjeras, y las que hacemos las marcamos con rostros de europeos que poco más que meses pasaron aquí. Damos prioridad a hombres que jamás nos vieron como un país, a forasteros que si del Hades regresarán tan solo para apreciar la selva que alguna vez pisaron, volverían al sepulcro con la sorpresa de que esto no siga siendo España.
Patético el esfuerzo de enaltecer lo auténtico en nosotros, cuando vivimos como si el país hubiera emergido del mar hace apenas 500 años.
Nadie descubrió Panamá salvó nosotros. Nadamos en el Pacífico antes de que tuviera su actual nombre. Hemos estado aquí siempre.
Nuestros ancestros ya los nombraban, y en armonía convivieron con todo lo que hoy nos maravilla de esta nación. Lo cuidaron hasta la llegada de nuestros otros padres, europeos. Sin embargo a nuestros hijos le enseñamos otra cosa. Esta generación, la más rudimentaria, la que adoraba a otros dioses, hablaba otro idioma y sentía de otra manera, es nuestra cuna.
Y nuestra cuna es un edificio, vacío, pues como se dijo al principio, cualquier objeto sacado de su cultura pierde su sentido. Y aunque nuestras ruinas, están para el olvido, seguirán existiendo como huellas de una historia de la que se sospecha ocurrió, pero de la cual poco sabemos. Seguirá el eco de nuestras primeras canciones resonando en nuestra conciencia mestiza, hasta perderse en la noche de los tiempos.