El lugar del mal frente al contrato social: la filosofía, el derecho, la neurocriminología y la cadena perpetua

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¿Cuál es el lugar de un criminal dentro del contrato social? ¿Cómo opera la ética en la cabeza de un asesino en serie? ¿Por qué se respetan los derechos humanos a quienes no los respetan?

Estas preguntas no pueden ser resueltas desde una única perspectiva profesional, sino desde la aplicación cruzada de diferentes disciplinas: derecho, neurocriminología y filosofía.

Adela Cortina, a quien estudiamos en la maestría de Filosofía Práctica de la Universidad de Panamá, nos plantea la necesidad de una ética mínima, en el sentido de identificar los principios básicos para garantizar la convivencia en las sociedades democráticas. Este ejercicio es similar al que plantea Rawls en su estructura básica de la sociedad. Esta búsqueda de los aspectos mínimos necesarios para garantizar la justicia, la igualdad y el respeto a la dignidad humana es, a su vez, el fundamento de lo que en el campo del derecho conocemos como derechos humanos.

Estos derechos "universales", "mínimos", se ven reconocidos, validados y protegidos por los Estados en tanto que estructuras de administración de un poder delegado por el pueblo, en virtud de un "contrato social". Desde la Teoría del Estado, este contrato está hecho a la medida para proteger a los ciudadanos del daño que se puedan producir entre ellos o en sus relaciones frente al Estado, como se aprecia desde el pensamiento contractualista de la Ilustración: respeto por los derechos humanos, separación de poderes y la creación de pesos y contrapesos.

Hasta aquí la teoría parece funcionar bien. Derechos como la libertad y la vida parecen valores mínimos que toda sociedad debe respetar, pero ¿qué sucede con aquellos incapaces de racionalizar dichos principios? No hablo aquí del criminal ordinario, sino de aquellos individuos con una configuración mental que no reconoce el valor de los juicios éticos como el bien o el mal.

Es aquí donde la filosofía se queda corta, pues en todas estas teorías contractualistas y éticas se excluye de plano a las personas sin capacidad para razonar. Irónicamente, estas personas  son beneficiarias del respeto de los principios allí establecidos. Es por esto que, desde la óptica del garantismo constitucional, los derechos fundamentales no se ven suspendidos pese a tratarse de los peores criminales: terroristas, asesinos y violadores en serie.

¿Será por esto que nos sentimos tan impotentes? ¿Es por esto que parece que la justicia se queda corta?

Desde la perspectiva de la neurocriminología, estas personas tienen una capacidad disminuida para realizar juicios éticos. Su lóbulo frontal tiene una actividad mínima, si no inexistente. La pregunta sobre el bien y el mal no es relevante y ni siquiera despierta un ápice de remordimiento. Para estos criminales, pensar sus delitos es como elegir la distracción del día.

He aquí el dilema: frente a la imposibilidad ética y jurídica de suspender los derechos humanos a dichos criminales, ¿cómo defendernos ante seres desinteresados en racionalizar sobre el carácter ético de sus actos? ¿Qué hacemos frente a los no cooperantes de nuestro contrato social?

He aquí el debate: ¿no es la cadena perpetua una solución viable frente a la pena de muerte? Ante individuos clínicamente declarados enfermos, a quienes sería imposible rehabilitar, la discusión se hace válida. Si bien es una idea con la que es fácil coquetear, es igualmente peligrosa. Considerar su inclusión sin un mayor debate en el marco de nuestro contrato social y sin el análisis multidisciplinario necesario, podría romper el espíritu de la normativa penal, que es garantista y está enfocada (al menos en el papel) en la resocialización.

La cadena perpetua es una propuesta válida que merece ser pensada en serio, pero tengamos cuidado de que no termine como pasa ahora con los aumentos de pena, aplicándose a todos los delitos sin mayor reflexión.

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