La Ética geométrica de Baruch Spinoza

No es frecuente encontrar en el cúmulo de los actos humanos prodigios que sean tan bellos como complejos; sin embargo, Baruch Spinoza logra erigir, solo con la razón, el equivalente a una gran pirámide.
En esta monumental obra, cada ladrillo es un razonamiento y, a la vez, una afirmación de la vida. Cual arquitecto, esboza en su libro el orden en que debe entenderse todo aquello que está en Dios, que es todo lo que existe, pero a lo cual no está limitado. En él, Dios es el conjunto de todos los conjuntos, el infinito que contiene todos los infinitos. Pero no solo es arquitecto, sino también obrero, y en cada ladrillo de esta maravilla universal dispone un razonamiento lógico cuya solidez le permite alcanzar cumbres que los lectores de su tiempo estaban lejos de poder contemplar.
La Ética demostrada según el orden geométrico nos guía, cual hilo de Ariadna, por los escabrosos laberintos del entendimiento. Niega la existencia de lo bueno y lo malo, de lo perfecto o imperfecto, pero a su vez afirma con potencia y corazón la existencia de Dios. ¿Contradictorio? El Dios de Spinoza no está interesado en las calificaciones rotas que los hombres dan a aquello que afecta su entendimiento. Tal inclinación no es, ni mucho menos, casual. Como esboza en su Tratado de la reforma del entendimiento:
«Después de que la experiencia me enseñó que todas las cosas que ocurren frecuentemente en la vida ordinaria son vanas y fútiles; cuando vi que todas las cosas de las que recelaba y las que temía no contenían en sí nada de bueno ni de malo, sino en la medida en que el ánimo era movido por ellas, tomé al fin la decisión de investigar si existía algo que fuese un bien verdadero […] si existía algo con cuyo descubrimiento y adquisición yo gozara eternamente de una continua y suprema alegría».
Spinoza comprende que sus afecciones poco o nada tienen que ver con la verdad. Esta noción de las cosas que nos pasan (ecos del estoicismo) nos obliga a hacernos responsables de nuestros actos y a dejar de excusarnos en los sentimientos, las pasiones y demás caprichos románticos. En los afectos, esclarece uno a uno aquellos rincones del alma humana que llamamos así. Arroja luz no sobre su papel, sino sobre su construcción, pues para Spinoza el entendimiento de las cosas es el fundamento del verdadero conocimiento. Su estructura explicativa de los afectos, el tratamiento que da a los sentimientos como si de cuerpos geométricos se tratara y su particular identificación de los dos antagonistas (alegría y tristeza) de donde deriva toda la diversidad de sensaciones e impresiones que experimentamos en el mundo, posicionan a Spinoza como un adelantado no solo de la filosofía, no ya de la psicología, sino de la neurociencia, tal como lo expone Antonio Damasio en su libro En busca de Spinoza.
El funcionamiento de los afectos en Spinoza tiene una explicación cuya complejidad no puede ser abordada en un texto de esta extensión, pero, como dije al inicio, a la vez que complejo es sumamente bello. No se trata de concebir de dónde vienen todas estas impresiones que llegan a nosotros por el alma o la extensión (mente y cuerpo), las vías por las que conocemos los atributos de Dios a nuestro alcance, sino que busca guiarnos para orientar nuestra brújula ética hacia él. No se complace en entender, sino que busca conocer adecuadamente la manera de guiar la vida lejos de lo que él llama la servidumbre humana, que es lo mismo que la tiranía de las pasiones. Él busca dar sentido a la libertad humana y en ello no hay nada más cercano a Dios que el ejercicio de la razón para la búsqueda de lo correcto. Ahora entiendo con claridad el sentido de aquella frase lapidaria que con tanta frecuencia repetían en mi casa:
«Estudia o serás, cuando crezcas, el juguete más vil de las pasiones».